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31/01/2010 | DONACIANO DUJO (Presidente de ASAJA de Castilla y León)
A un clavo ardiendo
Estos días, seguramente por primera vez, vecinos de Madrid o Barcelona han escuchado que existen, en algún lugar del mapa español, unos pueblos que se llaman Melgar de Arriba, Santervás de Campos o Torrubia. El motivo ha sido que estos municipios, y seguramente algunos más, han salido a la palestra en la caótica puja por albergar residuos nucleares, o un almacén temporal centralizado, como ahora lo llaman. En este tema, hay una premisa clara: todos (hasta los que alzan contra cualquier proyecto de este tipo) queremos seguir manteniendo nuestro nivel de gasto energético, aunque luego las consecuencias de ello no resulten del todo cómodas. Desde ASAJA, desde la defensa de los intereses de los agricultores y ganaderos, hemos reclamado repetidamente un modelo que garantice el abastecimiento energético, en las mejores condiciones posibles, algo que tiene especial importancia en un momento como el actual, de encarecimiento brutal de las tarifas eléctricas. Son otros los que tienen la información, los datos y la responsabilidad de lograr que los administrados dispongamos de energía a precios sensatos y en condiciones sostenibles. A mí, como presidente de una organización profesional plenamente asentada en el medio rural, lo que me llama la atención de lo ocurrido estos días es el mensaje que subyace, tras estos ofrecimientos de los pequeños municipios interesados en el almacén nuclear. Su llamamiento no parte del desconocimiento ni de la ambición: parte de la desesperación, pura y dura. Durante años, durante décadas, muchos pueblos de la región han asistido sin poder hacer observación alguna a su virtual y en algunos casos real desaparición. Como a los que fueran vecinos no les quedó otra que emigrar, nadie ha asumido como propia la culpa de que, poco a poco, fueran borrándose del mapa tantas localidades. Planes, foros y estudios sobre la despoblación han ido amontonándose y cubriéndose de polvo sin que nada cambiara. Estos días, pueblos que tienen poco más de un centenar de vecinos censados, y aún menos viviendo habitualmente, han tenido la oportunidad de opinar sobre algo que puede cambiar su futuro cercano. Algo que puede tener sus riesgos, pero que también puede variar un rumbo que ya asumían como inevitable: que tras la última generación de mayores, habría que echar el cierre. Y muchos vecinos han ido a levantar su mano y ofrecer lo único que les queda para que el pueblo siga existiendo, su misma tierra. Mientras, los políticos asisten al espectáculo intentando, como siempre, nadar y guardar la ropa. Como si nada tuvieran que ver en este progresivo vaciado del medio rural, con este estado terminal al que han llegado tantos pueblos que no tienen nada que perder. Escuchas sus declaraciones y no sabes si suben o bajan, si están a favor o en contra: que se peguen los vecinos, que se enfrenten entre ellos. Una irresponsabilidad doblemente grave, porque lo que necesitan los pueblos es unidad entre sus pobladores y no enquistar enemistades. Permitir esta situación elevaría la dejación de nuestras administraciones al grado de cinismo: primero dejamos que los pueblos se vayan apagando, y cuando hay cuatro vecinos, dejamos que se peleen entre ellos, para hurtarles lo único que les quedaba: la tranquilidad. Señor presidente del Gobierno, señores políticos: analicen, deliberen, decidan y asuman sus propias decisiones, que esa y no otra es su obligación. Y si no, ya saben dónde tienen la puerta.
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